Cora - La Domadora de Peces


Cora  - La domadora de peces

Cora tenía el pelo del color de los atardeceres y una risa que hacía cosquillas en el aire. Vivía en un lugar donde los peces no nadaban en el agua, sino en el cielo. Su mejor amigo era Florín, un pez enorme, rosado y con escamas que parecían pétalos de flor. Aunque Florín era diferente a todos los demás peces que Cora conocía, para ella eso lo hacía aún más especial.

Cada tarde, Cora subía a su montura de cuero suave, acariciaba la aleta de Florín y juntos surcaban las nubes, recogiendo sueños olvidados y canciones perdidas en el viento.

Pero una mañana, Florín no quiso volar.

—¿Te duele algo? —preguntó Cora, con voz preocupada.

Florín no respondió. Solo bajó sus ojos grandes y brillantes, como si un nubarrón se le hubiera metido dentro.

Cora lo abrazó con toda la ternura que guardaba en su corazón. Al apoyar su oído en el pecho de Florín, escuchó algo muy bajito: un latido lento, triste.

—Tu corazón está apagado —susurró ella.

Cora recordó algo que le decía su mamá cada vez que encontraba a alguien diferente o solo:

—Cuando alguien se siente distinto, o cree que no encaja, lo que más necesita es amor, no menos. Todos somos únicos, y eso nos hace brillar.

Así que ese día, Cora no montó. Se quedó a su lado. Le contó cuentos sobre peces de todos los colores y formas, y sobre lo bonito que era tener amigos diferentes. Le peinó las aletas con delicadeza y le cosió una manta de nubes tibias que llevaba dibujadas las escamas de todos los peces del cielo: algunas redondas, otras puntiagudas, unas grandes y otras chiquititas.

Y por la noche, cuando todo estaba en silencio, le cantó al oído la misma canción que su madre le cantaba cuando era pequeña:

“Duerme, mi pez, en las aguas del cielo,
tu corazón late y late, yo te quiero.
No importa el color de tus alas ni la forma de tu cola,
porque te quiero tal y como eres.”

Al día siguiente, Florín movió las aletas. Y luego la cola. Y por fin… voló.

Desde entonces, Cora comprendió algo muy importante: que cada pez tenía su propia forma de volar, su propio color y su propia historia. Y aunque a veces parecieran diferentes, todos necesitaban lo mismo: sentirse queridos, sin importar cómo fueran.

Así, cada vez que un pez se sentía triste, diferente o perdido, Cora estaba ahí. Con su pelo naranja al viento, su risa suave y su corazón abierto.

Porque Cora tenía el poder más grande del cielo: el de querer a todos con ternura, aunque no se parecieran a ella. Y con cada abrazo, enseñaba que el respeto y el amor por la diversidad hacen brillar cualquier corazón, incluso en los días más grises.